18/07/2000
DISCURSO DEL SR. MINISTRO DEL INTERIOR, ESCRIBANO
GUILLERMO STIRLING EN EL ACTO CONMEMORATIVO DEL
"170 ANIVERSARIO DE LA JURA DE LA CONSTITUCION"
170 años nos separan de aquel 18 de Julio tan frío
como el de hoy, según los historiadores, en que los Orientales, al abrigo
de su entusiasmo patriótico, reunidos en las plazas de los pueblos y
villas de todo el país, juraron y prometieron defender al Estado que
nacía de la mano de su primera Constitución.
Ella llevaba en sí los principios de la Declaración
de los Derechos del Hombre con que la Revolución Francesa había
impactado al mundo, derecho a la libertad, igualdad ante la ley, a la
seguridad, a la propiedad, a la educación, a la libertad de expresión
entre otros que constituyeron la base misma de nuestro ser Oriental.
Este acontecimiento hubiera sido casi imposible, si no
fuera como fue, la conclusión de un largo proceso fundacional que se
inicia en 1811, cuando el Pueblo Oriental luego de las primeras asambleas
que acaudillara Artigas, adquiriera conciencia de su rol histórico.
Y como nación, que desde entonces fue, decidió, en
uso de su soberanía, seguir a su Jefe y abandonó la tierra de su
nacimiento para lograr los destinos que le reclamaba su ideal de libertad
que se resumió en la conducción militar y política de Artigas dando
comienzo a su institucionalización en 1813, cuando se definiría la
filosofía republicana y democrática que inspiraría al naciente País.
En su discurso del 5 de abril y en las primeras
fórmulas institucionales plasmadas en el documento que recoge uno de los
pensamientos políticos más impactantes en la historia de los pueblos,
las Instrucciones dadas a los diputados orientales que concurrirían al
Congreso de las Provincias Unidas. Si la configuración política pensada,
deseada y batallada por Artigas no pudo ser, si, en cambio, quedan
incorporados a la historia, los principios rectores que habrían de
guiarla hacia su meta a pesar de los tiempos revueltos, a pesar de las
dominaciones extranjeras, que por cierto, no eran la mejor escuela para
aquella sociedad inexperta, conmocionada y pobre, acostumbrada a la fuerza
de las normas pragmáticas nacidas en las luchas de las varias
independencias por las que tuvo que pasar.
En este sentido y para comprender cada vez más nuestro
pasado, es bueno releer las actas de la Asamblea Legislativa y
Constituyente del Estado pues de ellas surge la compleja y ardua labor de
creación de las leyes, las dificultades y las presiones interesadas de
los partidismos políticos que nos permiten desentrañar las pequeñas
grandes cosas, que constituyeron el diario vivir de sus protagonistas, que
los hizo fuertes en sus ideales de libertad.
Cuanta convicción, cuanta fe y cuanta intuición
cívica tuvieron que tener aquellos compatriotas que trabajaron en medio
de la precariedad rayana en la miseria, primero en San José, luego en
Canelones hasta que perdieron su modesta sala de sesiones derrumbada por
un veraniego huracán llegando a instalarse en la Aguada, en un humilde y
barroso caserío donde permanecieron hasta que el 1° de mayo de 1829 se
instalaron en la sala del extinguido Cabildo montevideano.
Fueron casi dos años de fatigoso, diario trabajo
durante los cuales muchos dejaron parte de su salud, parte de su economía
familiar resquebrajada, viviendo alejados de su familia y de sus trabajos,
conviviendo con el fantasma de la ruina por un lado y la pasión
patriótica por otro.
Esta fue la que generó el extraño fenómeno humano
que les permitió a esos sencillos compatriotas dar, unos, más de lo que
tenían, otros, más de lo que querían pero todos dando y convirtiendo la
historia de cada hombre y su sumatoria en la historia de la Nación que
hacían surgir con un enorme patrimonio espiritual hecho a fuerza de
sangre, voluntad, convicción y que concluiría con un Código
Institucional que orientaría la vida nacional.
Piensan y dicen nuestros historiadores que aquella
Constitución reflejó el ideal que se tenía de la República en
construcción.
A lo largo del siglo XIX no siempre fue aplicada ni
cumplida, pero nadie osó negarla, manteniéndose aún en los momentos mas
difíciles, como una suerte de programa colectivo de aspiración nacional
a alcanzar.
Cuando ya entrado el siglo XX comenzaron sus reformas
al impulso de las necesidades políticas de un Estado cada día mas
complejo, permanecieron sin embargo los principios básicos.
Por eso importa subrayar hoy, en este día en que
homenajeamos el texto fundamental de nuestra democracia, que sus normas
nos reconocen derechos y nos consagran deberes y que el primero de ellos
es el del respeto a sus disposiciones y a su filosofía. No es el Estado
que consagra esos derechos, pero es el que los garantiza en su vida
diaria. Que poco servirían las sabias pragmáticas sobre la libertad de
las acciones privadas, o sobre el respeto al honor de los ciudadanos, o
sobre las garantías que estos deben tener durante un proceso, o que nadie
puede ser acusado de delito sin pruebas por mencionar solo algunas
fundamentales y que su preservación por parte del estado constituye la
base monolítica para definir un Estado garantía de los derechos más
sagrados del ciudadano común para que éste lo sienta cada día, cada
hora, cada minuto que vive en este Uruguay y que por encima y por debajo
de todas sus naturales problemas encuentros y desencuentros lo que no
está en duda, lo que no se transa, es que nuestro estado fue, es y será
su sólido respaldo.
Esa es la tarea dura, silenciosa, comprendida a veces,
incomprendida otras, de los servidores del Estado.
Ese policía que ejerce su cargo con responsabilidad y
diría hasta con riesgo de vida nos está asegurando con dificultades y
limitaciones el ejercicio de las libertades humanas fundamentales y de los
derechos individuales, generándonos cada vez más nuestro respeto y hasta
nuestra admiración, ese anónimo soldado que con su callada presencia es
el símbolo preservador de la integridad soberana del Estado, o esos
jueces que son la garantía permanente de nuestro estado de derecho.
Todo esto, además, supone un ejercicio constante y
permanente de uno de los factores generadores de estabilidad no solo
política sino espiritual de un país: la tolerancia que significa entre
tantas formidables consecuencias una que por sencilla no es menos
profunda, cada derecho propio se detiene ante el derecho de los demás ya
que nadie puede ni debe, sea autoridad o ciudadano pretender el ejercicio
abusivo de un derecho con perjuicio del derecho de otra autoridad o de
otro ciudadano porque dentro de esos límites o se desarrolla la
concepción democrática o desgraciadamente se desarrolla la concepción
autoritaria o totalitaria.
Y si se pierden esos parámetros, no cabe la menor duda
que se resquebraja ese tejido democrático que caracteriza nuestro ser
nacional.
Los límites suelen no ser tan claros cuando actuamos
en el escenario de la sociedad, ningún derecho puede ejercerse ni con
gritos ni con insultos, ni con agravios ni con amenazas, porque en el
mismo instante que se profieren empañan –en el mejor de los casos- la
esencia misma de los valores que sostienen un sistema que es la garantía
de todos, el democrático.
Hubo tiempos en que filosofías ajenas a la democracia
concebían el orden público de diversas maneras, hubo quienes pensaron en
un estado omnipotente, otros en la lucha de clases o en las superioridades
raciales, otros en el ejercicio revolucionario para lograr la utopía y
que lamentablemente hoy emergen aislados como relámpagos de
sobrevivencias nostalgicas de estos modos de pensar. Que traumatizan
nuestro esquema social.
Quizá el gran legado que nos viene de esos Orientales
que fueron construyendo política y espiritualmente la trama de nuestra
Nación y que nos impregnan generación tras generación de un poderoso
estilo de vida nacional fue, que, más allá de lo que pensemos
políticamente los uruguayos estamos unidos para defender esa concepción
humanista y liberal que nos distingue en el mundo.
Por eso la evocación que hoy hacemos, al señalar
hechos históricos significa renovación de compromisos de seguir
trabajando no solo por el desarrollo del país sino también, en momentos
tan especiales como lo estamos viviendo trabajar con humildad republicana,
convicción democrática y coraje cívico en la imprescindible y fenomenal
empresa de construir, serenamente, en el espíritu de cada uno de
nosotros, de todos los que vivimos en este país y de aquellos que no lo
están pero siguen con sus raíces "un estado del alma" al
estilo uruguayo que nos permita enfrentar con fuerza, fe y esperanza los
desafíos de la vida.